Su nombre era Franca y vivió su infancia en una casa muy alegre del barrio de Belgrano, en Buenos Aires, Argentina. Sus padres, de origen italiano y amantes de la montaña, le transmitieron ese mismo amor a su hija, quien desde los seis años hizo andinismo con ellos. Disfrutaban especialmente ir de campamento juntos a distintos refugios de Bariloche. Ella además practicaba natación, esquí y remo. Le gustaba la música clásica y el rock, escuchaba a Almendra y los Beatles.
Sentía una gran inclinación por las artes. Tocaba la flauta dulce y traversa, escribía poemas y, al igual que su papá, dibujaba y pintaba desde muy chiquita. Fue alumna destacada del Colegio Nacional Buenos Aires, donde fue abanderada y obtuvo la medalla de oro por excelente desempeño.
Hasta este punto la historia podría ser la de cualquier chico argentino de los años setenta, pero los dos primeros párrafos de este texto, palabra por palabra, son los primeros que aparecen al empezar a caminar por las calles del Espacio Memoria y Derechos Humanos que ocupa el predio de la ex Escuela de Mecánica de la Armada, donde funcionó el centro clandestino de detención, tortura y exterminio más grande de la última dictadura cívico-militar argentina (1976-1983).
Franca militó en varios grupos estudiantiles y sindicales, y el 25 de junio de 1976 fue secuestrada y llevada a la ESMA, donde fue vista por última vez, cuando sólo tenía 18 años. Su madre, Vera Jarach, se convirtió en una de las militantes más destacadas de la organización Madres de Plaza de Mayo. La historia de su hija ahora forma parte de la exposición permanente “Memorias de Vida y Militancia”, que acompaña a los visitantes en este centro de memoria.
La violencia política por parte del estado fue una constante a lo largo de todo el siglo XX en Latinoamérica, con golpes de estado, dictaduras, represiones y masacres, con numerosos ejemplos que van desde México, Guatemala o El Salvador hasta las dictaduras de Chile, Brasil, Paraguay y Uruguay.
Pero pocos países han trabajado tanto en la búsqueda de justicia y en la construcción de mecanismos de memoria como la Argentina, donde el golpe de 1976, autonombrado “Proceso de Reorganización Nacional”, llevó a una represión ilegal no sólo de grupos guerrilleros, sino de una gran cantidad de militantes de agrupaciones políticas, disidentes y personas consideradas “subversivas”.
Ya desde el fin de la última dictadura se buscó documentar y poner en evidencia el dispositivo que llevó al gobierno militar a secuestrar, torturar y desaparecer a más de 30 mil personas. El célebre informe Nunca más, producto de un comité encabezado por el escritor Ernesto Sábato, fue todo un parteaguas al respecto.
Además, fue uno de los pocos países de la región en llevar a los tribunales a la cúpula militar responsable de estos crímenes, suceso que bien documenta la reciente película Argentina, 1985. Aunque gobiernos posteriores otorgaron indultos, en 2006 se declararon inconstitucionales y en la actualidad hay numerosas sentencias y causas en marcha vinculadas al terrorismo de estado.
La Argentina también resulta un gran ejemplo en cuanto al reconocimiento de los espacios físicos donde se desarrolló la represión para convertirlos en sitios de memoria. Desde una pequeña baldosa en una calle hasta grandes sitios que buscan el reconocimiento internacional, la memoria es también un ente físico que está ahí saltando al paso, interviniendo el espacio urbano que es también lugar donde se registra la historia.
La ex ESMA, símbolo del terrorismo de estado
Si hay un sitio que sirve como símbolo de todas las atrocidades de la dictadura argentina es la ya citada Escuela de Mecánica de la Armada, desde donde se desplegó con mayor fuerza el dispositivo de terrorismo de estado.
La escuela, que ocupa un extenso predio de 17 hectáreas en el barrio de Núñez, fue fundada en 1924 como sitio de instrucción técnica y militar para los integrantes de la marina. En 1976, con el establecimiento de la última dictadura cívico-militar, fue sede de un grupo de tareas que organizó la mayor parte de los secuestros, torturas y desapariciones de detenidos.
El centro de esta labor fue el llamado Casino de los Oficiales, uno de los edificios del predio dedicado al alojamiento de los oficiales de Marina, donde varias áreas fueron adaptadas para tal fin. Desde el sótano donde se llevaban a cabo las sesiones de tortura hasta la llamada “capuchita”, en el ático del edificio, donde se encarcelaba a los detenidos.
Aquí tuvieron lugar nacimientos de bebés de detenidas, que luego fueron apropiados por los represores y despojados de su identidad, y también de aquí se organizaron los llamados “vuelos de la muerte” en la que numerosas personas fueron arrojados a la muerte desde aviones a las aguas del Río de la Plata. La propuesta museográfica que existe actualmente (sin alterar las condiciones del edificio que sigue siendo prueba en causas judiciales en marcha) busca transmitir el horror y toda la carga simbólica que emana de sus paredes.
Pero el trayecto para convertirse en un espacio de memoria no siempre fue fácil. El gobierno de Carlos Menem (quien también otorgó el indulto a los militares condenados por los juicios a las juntas militares) decretó en los años noventa que el predio se convirtiera en un parque dedicado a la “unión nacional”, ante la oposición de numerosos organismos.
En el año 2000 el gobierno de la ciudad de Buenos Aires revocó la cesión del predio al gobierno nacional y en 2004 se anunció el desalojo de la escuela de la Marina y la creación del Espacio Memoria y Derechos Humanos, que existe hasta la actualidad.
Hoy la ex ESMA es un espacio lleno de actividad, ya que a lo largo de sus 17 hectáreas hay oficinas dedicadas a secretarías y asociaciones (Madres de Plaza de Mayo, H.I.J.O.S, Abuelas de Plaza de Mayo, Equipo Argentino de Antropología Forense) centros culturales, archivos, el Museo Malvinas, entre muchos otros. También es la sede de los canales de televisión Encuentro, Pakapaka y DeporTV donde personalmente he trabajado desde hace ya casi una década.
Lo que fue un símbolo de muerte, ahora es un espacio que celebra la vida, la educación y el respeto a los derechos humanos, por lo que ha sido promovido por el gobierno argentino para formar parte de la lista de Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO. La propuesta está actualmente en estudio por parte del organismo, y, de ser aprobada, hará que la ex ESMA forme parte de otros sitios de memoria ya presentes en la lista, como el ex campo de concentración de Auswitch-Birkenau en Polonia; el domo Genbaku en Hiroshima, Japón; la isla de Gorée en Senegal; la isla Robben en Sudáfrica y el barrio del puente Viejo en Bosnia Herzegovina.
Monumentos, baldosas y parques
Si bien la ex ESMA es el máximo símbolo físico del terrorismo de estado de la última dictadura cívico-militar, a lo largo del territorio de la república Argentina existieron numerosos centros clandestinos de detención usados por el ejército, la fuerza aérea y la marina durante el “Proceso”.
Según datos de diversas investigaciones, durante 1976 llegaron a existir 610 de estos centros, aunque al pasar los años se fueron reduciendo. Dentro de la ciudad de Buenos Aires existió otro centro al igual que la ESMA, conocido como el “Club Atlético”, en el sótano de un edificio de la Policía Federal que luego fue demolido por las obras de una autopista. Otros sitios importantes fueron El Campito y El Vesubio en la Provincia de Buenos Aires, y La Perla, en Córdoba, todos ellos organizados con una estructura y funcionamiento similar.
Muchos de ellos se han convertido en museos o sitios de memoria, y han sido señalizados con placas, carteles y, sobre todo, pilares, una especie de monumento de concreto que es todo un statement simbólico. Con medidas variables según el emplazamiento, se trata de tres pilares con las palabras “Memoria”, Verdad” y “Justicia” y una viga horizontal que dice: “Aquí funcionó el Centro Clandestino de Detención conocido como (nombre) durante la dictadura militar que asaltó los poderes del Estado entre el 24 de marzo de 1976 y el 10 de diciembre de 1983”. Todo acompañado por un árbol ginko, conocido como árbol de la vida.
Al respecto, el documental 17 monumentos, de Jonathan Perel, presentado durante el Festival Internacional de Cine Independiente de Buenos Aires en 2012, nos lleva a visualizar 17 planos fijos de poco menos de tres minutos con la imagen de 17 de estos monolitos en su entorno de emplazamiento. Una atrevida propuesta de cine-instalación que confronta al espectador con una reflexión silente sobre el espacio, la memoria y la arquitectura.
Las intervenciones urbanas de la memoria no se limitan a los centros clandestinos de detención. Cualquiera que haya visitado la ciudad de Buenos Aires como turista y haya puesto un poco de atención a las banquetas podrá haber encontrado alguna de las baldosas que el colectivo Barrios x Memoria y Justicia ha colocado en los lugares donde fueron secuestradas personas durante los años de la dictadura.
Aunque más coloridas y “artesanales” que los monolitos, las baldosas nos recuerdan de una manera más frontal la violencia al señalar departamentos, casas, restaurantes, oficinas o escuelas donde alguna persona fue secuestrada por el accionar represivo del estado. Y ameritan un momento de reflexión para el que se las topa en su vida cotidiana como un recordatorio de esas heridas abiertas. Actualmente existen más de 1200 en distintas calles de la ciudad
En 1998 se promovió también la creación de un “Parque de la Memoria” por parte de diversos organismos de derechos humanos, que finalmente se inauguró en 2001. Está ubicado en un predio del barrio de Belgrano, junto al Río de la Plata, relativamente cerca de las instalaciones de la ex-ESMA y del Aeroparque de la ciudad de Buenos Aires, desde donde partían los “vuelos de la muerte”.
En su interior se encuentra el Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado, compuesto por cuatro estelas de hormigón que contienen treinta mil placas, de las cuales alrededor de nueve mil se encuentran grabadas con los nombres de hombres, mujeres, niñas y niños víctimas de la violencia ejercida desde el Estado. En la costa, dentro de las aguas del río, se puede apreciar un escultura en memoria de Pablo Míguez, quien tenía 14 años cuando fue secuestrado junto a sus padres y posteriormente torturado y desaparecido.
El Parque de la Memoria es una visita obligada para algunas personalidades o jefes de estado: desde el presidente de Francia, Francois Hollande hasta Ángela Merkel han recorrido el monumento. Fue justo durante la visita de la canciller alemana cuando Vera Jarach, madre de Franca, se acercó a ella para recordarle los peligros del negacionismo en el mundo.
Y es que en la Argentina de hoy se escuchan muchas voces que cuestionan la cifra de 30 mil desaparecidos, que plantean que el activismo por los derechos humanos es un “curro” (fuente de beneficio sin trabajo), o que difunden y promueven la teoría de los ‘dos demonios’, donde la violencia de las organizaciones guerrilleras de los setenta es equiparable al terrorismo de estado desplegado por la dictadura.
En su diálogo con la canciller, Jarach le contó que su abuelo, judío italiano, murió en el campo de concentración de Auschwitz durante la Segunda Guerra Mundial y que ahora no cuenta con una tumba donde visitarlo. “Muchos años después, en Argentina, le tocó a mi hija, de 18 años, secuestrada, torturada, en un campo de concentración, y la muerte en un ‘vuelo de la muerte’. Tampoco hay tumba”, dijo.
De pie frente al río, las palabras de Vera resuenan para recordarnos la importancia de lo material, de lo palpable, en términos de memoria. De la necesidad de un sitio a donde llorar, recordar y transitar un duelo, una posibilidad que para muchos, desde México hasta la Argentina, sigue estando negada. Una necesidad que –-por lo menos en lo colectivo–- los monumentos y sitios de memoria ayudan a compensar.
José Juan Zapata
(Torreón, Coahuila, 1984) Periodista. Vive y trabaja en Buenos Aires. Ha escrito para diferentes medios de México y Argentina. Actualmente es editor de contenidos en Amonite. También trabaja produciendo de audiodescripciones para los canales Encuentro, Pakapaka y DeporTV en la Argentina.