Romanita Ortiz Reyes y Carmen Ramírez Ortiz, madre e hija, son figuras centrales y referentes en el movimiento de madres buscadoras de Coahuila, especialmente en la formación y el sostenimiento del colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila (FUUNDEC).
Buscaban a Pedro Ramírez Ortiz y Armando Salas Ramírez, quienes desaparecieron el 12 de mayo de 2008 en Torreón. Hijo y nieto de Romanita; hermano e hijo de Carmen.
Desde aquel día las dos caminaron cerros y colonias peligrosas de la ciudad para buscarlos. Hasta que el 26 de abril de 2017 no se escuchó más el grito de Romanita, la mujer catequista con mirada de nobleza.
Después, el 13 de septiembre de 2024, Carmen perdió la batalla y murió, horas después de la revisión de su expediente en la Ciudad de México.
Romanita y Carmen eran incansables en la búsqueda. Líderes, animadoras e impulsoras para con las otras madres que también buscaban -buscan- a un hijo. Pero antes de ser buscadoras fueron dos mujeres serviciales, alegres, platicadoras y buenas cocineras.
José Salas, esposo de Carmen, cuenta que su suegra era muy servicial y conocida en el barrio.
“Siempre dentro de la iglesia y ayudando al prójimo”, recuerda. Y asegura que Carmen era el reflejo de ella. “Éramos muy felices con nuestros hijos”, dice.
Recalca que desde aquel 12 de mayo de 2008, sus vidas cambiaron. La alegría que profesaban cada día se fue apagando. A Carmen le gustaba el grupo Apache, Rigo Tovar o Pegaso.
“Le gustaba mucho bailar”, rememora. “El sábado nos íbamos de fiesta”, añade y asegura que a su suegra también le gustaba.
José conoció a Carmen en la escuela, fueron novios durante cinco años y se casaron. Duraron 37 años de casados.
“Le decían la chilindrina porque estaba chaparrita y chapeteada con los calores”. En la casa el sobrenombre era distinto: Chencha, la llamaban. Fueron años maravillosos. Con bajas y altas como todo, pero siempre más altas. Siempre andábamos juntos, nos íbamos a la lotería”.

Todo cambió desde la desaparición de Armando y Pedro. “Las fiestas no eran iguales, los días festivos, el día de la madre, del padre. Todo cambió”, dice José Salas.
De andar de fiesta los fines de semana o acudir a los juegos de lotería, la dinámica cambió.
Carmen se convirtió en experta de búsquedas. Comenzó a trazar rutas y mapear la desaparición de su hijo y hermano. La música de los fines de semana se apagó.
Dolor ante la adversidad
Una de las características más destacadas de Romanita y Carmen era su inquebrantable espíritu y su negativa a doblegarse ante la adversidad.
María Elena Salazar, madre buscadora y compañera en FUUNDEC, recuerda que, a pesar del dolor, Carmen siempre estaba centrada.
“A muchas nos ha ganado el dolor, la tristeza, que de repente no sabemos qué hacer”, comenta. “Siempre muy enteras”, las recuerda Ixchel Mireles, también de FUUNDEC.
Hugo González Salazar, el hijo de María Elena, desapareció el 20 de julio de 2009 y días después su madre contactó a Carmen por una información en el periódico sobre reuniones de familias de personas desaparecidas.
Romanita y Carmen fueron las madres buscadoras que formaron FUUNDEC Laguna y fueron ellas quienes comenzaron a arropar más casos.
“Personas tan dispuestas a apoyar. Recuerdo que me habla Carmen. Y me dice ‘soy Carmen, me dicen mis hijas que acabas de hablar. Le cuento toda mi historia: ‘No sé a dónde ir, a quién recurrir’. Ella me platica su historia, de su hijo, su hermano”, recuerda María Elena.
Ixchel Mireles todavía guarda el papel donde, a puño y letra Carmen le apuntó su teléfono cuando le contó de la desaparición de su esposo, Héctor Tapia, el 19 de junio de 2010.

Añaden que Carmen, en medio de su dolor y su búsqueda, tenía las cosas claras y orientaba a las madres que llegaban.
Luchó hasta el último día. A pesar de haber perdido una pierna a causa de la diabetes, seguía en las búsquedas.
Romanita, por su parte, nunca perdió la fe en Dios y la iglesia. José Salas, su yerno, cuenta que era tal su apego religioso, que hasta el último minuto rezó por la aparición de Pedro y Armando. Asegura que Carmen también era devota y tenía fe en el reencuentro con su hijo.
Romanita y Carmen, valientes y acogedoras
Romanita tenía 70 años cuando falleció, pero nunca se detuvo en su búsqueda.
Dos años antes de su muerte su salud comenzó a deteriorarse, después de que junto a Carmen habían viajado a Monclova y Saltillo para carearse con unas personas que habían sido detenidas, sospechosas de la desaparición de su hijo y nieto. Pero las personas no quisieron hablar.
Pedro y Armando se dedicaban a supervisar y arreglar maquinitas de videojuegos y la última llamada que hicieron fue del Palacio Federal en Torreón, donde estaban detenidos por unos inspectores.
Años después, esos inspectores fueron detenidos por secuestro. Existía una denuncia contra ellos por la presunta desaparición.
“No los hicimos hablar, no quisieron decir nada. Mi mamá se vino para abajo de la impotencia, de no lograr nada”, recordó Carmen en una entrevista para Vanguardia.
Romanita era una mujer muy aventada, recuerda María Eugenia Arriaga, encargada del área de Comunicación del Centro para los Derechos Humanos “Fray Juan de Larios”. “No se le dormía nada”, añade.

Ixchel Mireles coincide en esa característica de Romanita: “Tenía presencia, ímpetu. Recuerdo cuando las reuniones con Rubén Moreira, no se quedaba callada, se paraba. Era admirable”.
Maru Arriaga la describe como una persona que convocaba a las compañeras, la que dirigía.
“Su palabra era muy respetada; supongo que también porque era una persona mayor. Yo creo que eso le dio como autoridad moral para poder estar en esta parte organizativa que a veces se dificulta muchísimo”, comenta.
Y se complementaba con Carmen, quien tenía una gran capacidad para discernir los datos y el rumbo de las investigaciones, señala Maru Arriaga.
Maru cree que el hecho de que Romanita haya participado en una parroquia y haya trabajado como coordinadora, fueron elementos que ayudaron a las dos para poder hacer un poco más de investigación y plasmarlo en documentos.
“No solamente lo tenían en la cabeza”, recuerda.
De Carmen, las compañeras destacan su capacidad de organización. En su casa, en el municipio de Matamoros, tenía todo ordenado en archivos, carpetas y cajas.
Ixchel recuerda que Carmen le enseñó a usar Google Maps para ubicar cuadrantes en las investigaciones.
“Yo estaba asombrada. Cada vez que nos veíamos era una enseñanza”.
Romanita y Carmen también eran conocidas por su capacidad para infundir ánimo y esperanza a las demás compañeras del colectivo.
Eran muy acogedoras y abrían espacio a otras madres que llegaban. Ixchel Mireles recuerda que siempre estaban presentes y siempre animaban.
“Carmen era una gran impulsora de ánimo, de esperanza y constantemente recordaba a las demás: ‘compañeras no podemos rendirnos’”, recuerda María Elena Salazar.
Ese ánimo no solo lo contagiaban, sino que lo vivían. María Elena asegura que “pocas veces, por no decir nunca”, vio a Carmen y Romanita en un estado de desánimo, de depresión.
“Supongo lo tenían, pero nunca las vi doblarse como muchas lo hacemos”, revela.
Inclusive, a pesar de la pérdida de una pierna, Carmen nunca se rindió. “Jamás se dobló”, dice María Elena, “jamás la vi quebrarse”.


Tampoco la alegría se le esfumaba, recuerda Maru Arriaga. De hecho, tiene la imagen de Carmen alegre, bailando a pesar de no tener una pierna. “Quería ser alegre y rescatar la alegría en medio de todo lo que estaban viviendo”.
José coincide en que su esposa siempre fue fuerte, inclusive después de la amputación de su pierna, ella quería seguir cocinándole, pero él se negaba.
Sin embargo, a pesar de la descripción de fortaleza que refieren las compañeras, en la intimidad del hogar, José vivió los momentos de tristeza, de rabia.
“Siempre se agarraba llorando en las noches. Tenía la esperanza de encontrarlo vivo”, dice.
Falleció a los 60 años, y antes de morir, le pidió a José que cuidara a sus hijas y siguiera buscando. “Mientras yo esté, voy a seguir”, le dijo a Carmen.
Hacían pan
José recuerda que el primer año de la desaparición de Armando y Pedro, aguantó en el trabajo como repartidor de la coca cola, pero ya no andaba concentrado.
Para el padre era muy difícil salir a trabajar pensando en su hijo, regresar a casa y no encontrarlo.
Únicamente pensaba en salir temprano del trabajo o pedir permisos para ausentarse y acudir a audiencias o reuniones.
“Aguanté un año trabajando, pero me agarraron las depresiones. Una vez una caja de refrescos se me cayó al pie”, relata.
Su esposa Carmen le pedía que renunciara para acompañarla en las búsquedas. José le argumentaba que tenía que llevar sustento al hogar. Mientras él se refugió en el trabajo, su esposa continuó las búsquedas.
“Yo le decía ‘qué vamos a comer’. Fue cuando surgió la venta del pan, gorditas de cocedor”, recuerda el señor Salas.
Las enfermedades y la presión por buscar orillaron a José a renunciar a su trabajo de 20 años y el sueño de una estabilidad, una pensión.
Romanita y Carmen, a quienes José recuerda como ‘buenas’ para cocinar, decidieron ponerse a elaborar pan y gorditas para venderlo y obtener recursos para sus búsquedas.
Y cuando FUUNDEC tomó forma y comenzaron a sumarse casos, la elaboración de pan fue esencial como fuente de recursos para el colectivo y también una forma de crear convivencia. Y fueron Romanita y Carmen quienes enseñaron a las demás.
“Ayudaban a que las demás también promovieran, se promovieran y también vendieran pan para sacar recursos para poder seguir en la búsqueda de sus seres queridos. Entonces era como muy de acoger, ayudar, animar y demás para que las otras compañeras también se sintieran acompañadas”, recuerda Maru Arriaga.

Ixchel Mireles recuerda que a pesar de su precariedad, siempre estaban dispuestas a ayudar o llevar comida.
“Llevaba pan para vender y una bolsita para compartirnos. Alguien con tanta necesidad. Todavía apoyándonos. Es algo que la humanidad se ha olvidado y ellas tenían el dar, el ser compartidas”, dice.
“Recuerdo las manos de Romanita, que nos enseñaba a bolear (hacer bolitas), eran expertas. Nos quedábamos asombradas de esa fuerza, de esa lucha, de no caer”, recalca María Elena.
Es precisamente esa fuerza y entrega de Romanita y Carmen lo que extraña María Elena; esa capacidad de separar el dolor, la necesidad, con la exigencia, con la lucha, dice.
Ixchel extraña la presencia, su voz, el compañerismo. Para ella, eran la cubierta, la coraza del colectivo.
José Salas asegura que su esposa Carmen siempre fue más fuerte que él. De su suegra recuerda que siempre lo defendió y siempre lo presumió como un yerno ejemplar.

Actualmente José pelea por una compensación económica con las autoridades federales de atención a víctimas. Busca pensionarse en los próximos días para poder continuar la búsqueda de su hijo.
Cada sábado, José acude al panteón para visitar la tumba de Carmen. “Me preguntan qué voy a hacer ahí, pero yo la traigo todavía…”.
Dice que siempre se apoyaban mutuamente él y Carmen. Y a un año de la partida de su esposa, menciona que se baña o se va a dormir y mira a su difunta esposa, mira también a su hijo y se pregunta dónde está.
Este texto forma parte de la serie Huella de resistencia: historias de buscadoras que presentamos en Heridas Abiertas cada catorcena.